Por Eduardo A. Russo
Crítico, docente e investigador especializado en cine y artes audiovisuales
El artefacto se destaca por su solidez y versatilidad. Funciona como cámara y como proyector, adosado en un caballete a la luminaria de una linterna mágica, si se quita el magazin superior para película virgen y se lo reemplaza por un rollo filmado. Al unirlo a otra cámara similar, se convierte en copiadora de película. Mucho se ha discutido sobre
quiénes fueron los verdaderos inventores del cine. En la reñida carrera de los pioneros, lo que en rigor inventaron los hermanos Lumière fue la sesión cinematográfica, al organizar la primera función paga y destinada a un público general. Esa fue la gran novedad introducida en París el 28 de diciembre de 1895. Pero el éxito del Cinématographe necesitó especialmente de la robustez y confiabilidad de sus aparatos. La aventura de lanzarse a un nuevo mundo de imágenes mediante la obtención de nuevas imágenes del mundo contó así con un excepcional aliado tecnológico.
El Cinématographe se impuso por su sencillez y su ingeniosa mecánica. El 13 de febrero de 1895 se patentó con el nombre que los hermanos compraron a otro inventor, Léon Bouly, y pronto comenzó a recorrer el mundo. Llegó a Buenos Aires y se presentó el 18 de julio de 1896 en el hoy desaparecido Teatro Odeón de Esmeralda esquina Corrientes. No es posible probar que precisamente este aparato fue el de la primera función de cine en la Argentina, aunque dicha versión es entrañable y plausible. Pero si no fue exactamente éste, el responsable habrá sido otro de la serie fabricada por Jules Carpentier, el ingeniero contratado por los Lumière para su fabricación.
El Cinématographe impacta por su sobriedad frente a otras cámaras de la época, que lucen ostentosamente sus mecanismos. Ante el observador es una caja cuadrada, sencilla y portadora de un secreto, que despierta con el ronroneo de su manivela a dos giros por segundo, sea en modo de cámara tomavistas o proyector. Ese ruido mecánico fue el fondo usual de los murmullos y exclamaciones que acompañaron a las más tempranas funciones, que ni siquiera contaban con música, sino con una breve explicación preliminar del proyectorista sobre su funcionamiento y los temas a exhibir. Nótese que la cámara no tiene visor. El encuadre se fijaba a través del objetivo, con la tapa abierta. Luego debía cerrarse y el rodaje se iniciaba para dejar pasar los dieciséis metros de película, que pasaban en poco menos de un minuto, la duración habitual de las “vistas”. Asombra comprobar la maestría con la que los operadores de la casa Lumière consiguieron tantas composiciones admirables en pantalla, a pesar de esa limitación inicial. Un anónimo y visionario cronista escribía en La Poste, un día más tarde de la célebre primera función parisina: “Cuando estos aparatos sean liberados al público, cuando podamos tomar los seres que nos son más queridos, no en su forma inmóvil, sino en movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra a flor de labios, la muerte dejará de ser absoluta”. La magia estaba en marcha.