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Asociación Amigos del Museo del Cine | Soñar, soñar
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Soñar, soñar

Soñar, soñar

Por Julián Gorodischer
Fotografía: Victoria Alfonso

Viernes 8 de julio de 1976: jornada singular –punto de fuga- en el contexto de la historia trágica argentina. Ahí nos ubicamos imaginariamente en la calle Lavalle al 800, mano par, frente al imponente Cine Atlas, en una fecha que una década más tarde sería estipulada como Día del Inventor en tributo a Ladislao José Biro, inventor del bolígrafo (aunque Leonardo Favio debió estar implicado en la elección).

Es 1976, el cine Atlas todavía no teme a ser devorado por un templo evangélico, el depredador místico le cambiará a su hall el antiguo uso –hoy, para acampe y recolección del diezmo- pero por lo menos mantendrá el tono exasperado de las antaño fans de mega-estrellas, desde Mirtha Legrand a Sandro, en cada poseída por el Demonio sacudida por su sanador. “Me acordé de Audrey Hepburn –me había dicho Edgardo Cozarinsky, un día en que se cumplían 30 años del estreno de Soñar, soñar, en un artículo publicado en Página/12-. Acá vi La princesa que quería vivir. Yo me pregunto: ‘¿Qué te han hecho Audrey Hepburn?’”.

Es el 8 de julio, y la dictadura naciente está dejando pasar –extrañamente- la perla de Favio, tal vez por ser ésta demasiado inclasificable y por haber sido recibida fría o tibiamente por una crítica de la época que le imputaba ser “demasiado simple su historia” (La Razón), “un mal sueño con llaneza y diálogo sentimentalista” (Esquiú), “de escenas prolongadas y abuso de los primeros planos” (La Prensa).

Ni siquiera Carlos Monzón, su protagonista junto a Gian Franco Pagliaro, dice presente en la sala, aunque sí es mencionado en los diarios del día por su pelea con Rodrigo Valdés que preanuncia un retiro para “ser actor de cine”, según confesó luego a Domingo Di Núbila en la revista Gente. Ese ninguneo o suave hostilidad permitieron que la película de Favio birlara la censura pero, eso sí, fue vista por muy pocos. Y hasta Pagliaro fue despectivo: “La película es regular, si querés –declara a Radiolandia-. Pero el asunto es éste: ¿Por qué Favio tiene que hacer siempre genialidades”.

Cuarenta años después del estreno de Soñar, soñar, llegamos –junto a la fotógrafa Victoria Alfonso- a la Biblioteca del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, atraídos por el rumor de que Fabián Sancho, su coordinador, es capaz de recitar la película completa de Favio. Ha memorizado el guión, no sólo de este filme de culto, sino de toda la filmografía de su director adorado.

-Carlitos se va a Buenos Aires.

Sancho ya está recitando el parlamento del personaje Pajarito, interpretado por Ramón Itatí Pintos. El tono es justo: ritmo pegajoso, quebradizo, que se asemeja al inconsciente, dicho en un volumen bajo, dicción ralentizada en un tempo surreal.

-Diga, responda, ahora –sigue el bibliotecario, con sonoridad de canción. La escena corresponde a un número de adivinación que Mario, el Rulo (Pagliaro) y Charlie (Monzón) ofrecen en la feria del pueblo. Charlie sueña con migrar a Buenos Aires y Mario, el Rulo, le va a cumplir el sueño.

-Ya, responda, diga, piense. No dude, ¿qué espera, Charlie? Vamos, Charlie, concéntrese. ¿De qué color es el saco del caballero? –Sancho interpreta a Pagliaro y después a Monzón-: Me olvidé. -otra vez a Pagliaro-: ¿Cómo me olvidé? La puta que te parió…

Polvorita, Pagliaro y Monzón, tres freaks entrañables.

Dijo Agustín Mahieu en La Opinión: “Su desarrollo es esquemático y no ahonda en las muchas posibilidades del relato. Llega a un final de anticlímax que parece apresurado, limitado a un gag sorpresivo. Quizás se advierte allí el básico problema del autor: intuiciones brillantes que a menudo quedan en un boceto”.

Dijo H.C. en La Prensa, escondido tras esas iniciales: “Su realizador no es consecuente ni como guionista ni como realizador en una línea narrativa bien elaborada. Se ha apelado a una excesiva utilización de primeros planos”.

Dijo un anónimo cronista ramplón y canchero, que omitió firmar su artículo de Radiolandia: “Me mira. No soy lindo ni está enamorado de mí. Me escruta y se lo digo: ‘Gian Franco, tu trabajo es lo mejor del filme: no fallaste. Eso sí, la obra es mala, salvo chispazos’. Pagliaro lo admite: ‘Y sí, la gente esperaba una trompada de Monzón. Esperaba otra cosa’”. Al pie de otra página, una noticia breve, disimulada y escandalosamente escueta: “Norma Aleandro está en Uruguay tras una bomba que explotó en el teatro, y otra en la puerta de su casa”.

De vuelta a la calle Lavalle, ese 8 de julio. En los alrededores del Atlas, los Falcon circulan a la velocidad de un caminante. Este viernes, en los baños del cine, en los bares, los livings, pero muy poco en los medios, se habla del exilio de la Aleandro, que tardó siete años en volver. El estreno de Favio es un soplo de brisa, un desafío a la Junta desprevenida, pero pronto se diluirá como el hálito de una víctima: sólo permanecerá dos semanas en esta sala. De acá, pasará a una sala de cruce (el Normandie), y después a una “piojera”: esa caja chica, degradada, que es la única que logró sobrevivir al ocaso progresivo de la peatonal Lavalle.

Caminamos, con Victoria, la fotógrafa, desde el templo evangélico a la colchonería, siguiendo el derrotero del filme bendito, palpando los muros de los ex cines (el Atlas, el Normandie, el Electric), preguntándonos, emocionados: “¿Por qué la dejó pasar la dictadura?”.

Soñar, soñar habló de desencanto, estigmatización, inmovilidad social, explotación laboral, segregación al distinto, traición y amor no convencional en pleno gobierno del terror. “Pero al no ser directamente política –explica Fabián Sancho-, y al no haber un personaje travestido, la dejaron pasar. No creían que afectara a la moral o las buenas costumbres. Eso sí: la presencia de Monzón no movió grandes masas de público, según se esperaba”.

Afiche original restaurado y conservado en el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken.

Los riesgos ya habían sido evaluados: nada escapaba a la mirada censora. Su guión original –que se atesora en el Museo del Cine- está marcado. Fue presentado ante el Ente de Calificación Cinematográfica el 20 de enero de 1976. Lo recibió Miguel Paulino Tato, único funcionario confirmado tras el golpe. Se destacan esas marcas: se cuestionan, encerrándolas en círculos, las palabras “comunista”, “peronista” y “maricón”. Charlie le pregunta a Mario, el Rulo, si el enano (interpretado por Polvorita) es “maricón”, ya que su nombre es Carmen. Pese a que Mario lo niega, la dictadura pidió retirar el término, contra el corazón de la belleza poética: no se podía sugerir un triángulo amoroso posible entre hombres, tal como leyó y destacó 40 años después el Festival Internacional de Cine LGBTIQ Asterisco, al decidir incluir a Soñar, soñar en su programación.

En otro diálogo censurado, el enano Carmen sugiere la filiación de Mario, el Rulo, al comunismo, a lo que Mario reivindica su condición de peronista. La palabra “peronista” fue encerrada en un redondel azul. Debió ser retirada. “Es un guión inclasificable –lo celebra Jorge Couselo, encargado de la custodia de los guiones del

Museo y descendiente directo de su homónimo primer director del Museo del Cine-. En el contexto de las películas nacionales no es parecida a nada. Favio es uno de los pocos directores que generan una valoración unánime”.

La siguiente vez que con Victoria visitamos a Fabián Sancho, nos sorprende con un énfasis más actuado, interpretando tanto a Mario, el Rulo, como a Charlie, con inflexiones y gestualidad más pulidas:

-¿Te animás a tragar sables?
-¿Tragarme, qué?
-Sables, es lo más fácil del mundo.
-No, yo no me lo trago.
-Deficiente, ¡indio!
-¿Y vos qué sos?
-Yo sono uropeo. Uropeo. Ah, si tuviera al enano.

Quedamos abstraídos en la sonoridad de canción, y luego sentimos súbitamente la necesidad de tomar contacto con la materia: el papel del afiche callejero original de la película que aquí ha sido guardado y restaurado. De pronto, ante nosotros, imponente (108 x 74 cm), el afiche que se exhibió en las mismas avenidas en las que aullaban las patrullas.

Nos informan que María Angélica Crespo y Amalia De Grazia –dos expertas en restauración y conservación- barrieron la suciedad, repusieron sus faltantes en las rajaduras, lo humectaron para que no se pusiera amarillo, ni quebradizo, ni reseco. Han respetado a esas cuatro imágenes sobre fondo negro haciendo convivir la tinta de impresión con la de los sellos sucesivos, una encima de otra. Lo alisaron con papel secante y peso: reposando debajo de un vidrio. Realizaron injertos de papel jabón (casi transparente, hecho de fibras de algodón) para rellenar los cortes y desgarros. Le reintegraron el color, por método de punteado. Lo han cuidado con pasión y precisión.

A 40 años de su estreno, sigue viva la memoria de sus maravillosos freaks de circo, fenómenos amados por Favio e incluidos en su elenco: son la otra belleza, el otro lado.

Visitamos, otra tarde, el antiguo Parque del Retiro -hoy Parque Thays- donde el cineasta vio por primera vez a su fetiche: el enano Polvorita Milazzo, que supo actuar en el circo que funcionaba en el Parque junto a su padre Nicola. Eran Nicola y Polvorita, y así los conoció Leonardo. Sin saberlo, sentaba las bases del enano Carmen, su personaje, ya en ese primer contacto. “Polvorita –cuenta Sancho, devoto del actor y el personaje- era un muy buen actor. Llegó a El circo de Marrone y después lo tomó Alberto Olmedo. Murió joven, por un infarto múltiple. Era muy mujeriego”.

Y también está Pajarito, Ramón Itatí Pintos, suerte de Calibán shakespeareano, encargado de anunciarle al pueblo la partida de Monzón a la gran ciudad. En este mismo parque, exhibiéndose en un puesto cualquiera, mucho tiempo atrás, el público le pedía: “Hacé la calandrina”. O: “¡La Gaviota!”. Pajarito respondía con el sonido. Acá mismo: un día se conocen con Leonardo y se hacen amigos para toda la vida. Después, sería Pascualito Pérez en Gatica, el Mono.

Por última vez nos trasladamos, ahora al 9 de julio de 1976. Amaneció soleado. Pero qué tristeza en la mirada del cineasta por tener que coincidir, el día de los 160 años de la Patria, su Argentina, con los milicos hijos de puta que convirtieron a la Casa de Gobierno en un cuartel homicida. Hay que ir al kiosco, es momento de revisar los diarios. Triste recepción para la obra maestra: tan libre, tan espontánea, tan viva. Por contraste, la exaltación del ídolo popular es unívoca. Se augura una carrera descomunal para Carlitos.

Escribió Di Núbila en la Gente: “Quizás sea la última vez que un productor argentino puede contratar a Monzón, si es que sus próximas películas europeas lo convierten en estrella internacional. Favio y Monzón: entregados apasionadamente a cumplir un acto de fe. Monzón ya siente la vibración y se apresura a declarar en esas mismas páginas: «Colgaría los guantes y me dedicaría firme al cine. Voy a necesitar profesores que me enseñen a hablar mejor, a controlar los gestos, los ademanes, en fin, todo lo que uno tiene que llegar a dominar si quiere triunfar y durar”.

Demos justo homenaje, entonces, a Soñar, soñar: primera película libertaria estrenada en plena dictadura. Con coraje, soportó la apatía y, con el paso de las décadas, la reconvirtió en fervor. En el momento de su estreno, fue para uno pocos punto de fuga y esperanza. Hoy, cuarenta años después, todavía hipnotiza al escucharse su cadencia sensual y surrealista; conmueve por cuánto exalta al deseo y a la fantasía como motor de cambio. Sigue siendo imborrable, y remite al “Misterio”, aquel susurro de Gian Franco Pagliaro, superpuesto a una canción de Charles Aznavour: “Apaga la luz/ y en la oscuridad/ de tu juventud/ dame la verdad…”.